Font original: Postpsiquiatría
La Fundació Institut
Català de Farmacologia (FICF) es un organización con la categoría de
Centro Colaborador de la OMS para la Formación y la Investigación en
Farmacoepidemiología, que presta su colaboración, entre otros, con el Instituto
Catalán de la Salud, la Universidad Autónoma de Barcelona o el Hospital
Universitario de Vall d´Hebron.
Hay que destacar que desde 2005 no recibe
ingresos procedentes de la industria farmacéutica o de productos sanitarios. La
FICF edita el prestigioso Butlletí
Groc, publicación de información independiente sobre medicamentos, bajo
la dirección de Joan-Ramon Laporte, Catedrático del Departamento de
Farmacología, Terapéutica y Toxicología de la UAB. Laporte es uno de los
profesionales que más se puede admirar en el mundo médico y farmacológico de
este país, por lo que dice y por el valor que muestra al decirlo (como ejemplo,
una reseña que escribió al libro de Gøtzsche Medicamentos que matan y
crimen organizado aquí).
El caso es que acabamos de leer el último número del Butlletí Groc, que
versa sobre fármacos antipsicóticos y, sin duda, queríamos compartirlo y
difundirlo lo más posible.
El informe realiza una exhaustiva revisión del tema de los neurolépticos o
antipsicóticos, incidiendo en puntos claves de la cuestión:
- Denominación: neurolépticos o antipsicóticos.
- Acción farmacológica.
- Supuestas diferencias entre primera y segunda generación.
- Consumo creciente de estas sustancias.
- Pruebas débiles respecto a su eficacia.
- Duración recomendable del tratamiento.
- Efectos adversos: frecuentes y potencialmente graves.
- Preferencia de algún neuroléptico sobre los otros.
- Alternativas posibles.
- Conclusiones.
Creemos que el texto tiene el mayor interés y merece la pena leerlo
completo y con calma. Lo enlazaremos para colaborar a su difusión en la medida
de nuestras posibilidades. Pero antes de hacerlo, queremos recoger algunos
párrafos que nos parecen especialmente reseñables (la negrita es nuestra):
Los neurolépticos inducen un “estado de desactivación”, un término que
describe la restricción de la actividad física y mental que generan. Reducen la
actividad física (movimientos lentos, inexpresividad facial) y mental
(inhibición de la coordinación, la atención, el aprendizaje y la memoria), y así
alivian la perturbación y la activación mental propias de la enfermedad. Los
pacientes pierden la iniciativa, incluso para tareas domésticas. Experiencias
emocionales como la tristeza o la felicidad son descritas por los pacientes como
“aplanadas”.
Las pruebas disponibles muestran que la división de los neurolépticos
en los de primera y de segunda generación es un montaje comercial sin base
científica. Ya en el 2000, un metanálisis de 52 ensayos clínicos
comparativos entre un neuroléptico de los nuevos y uno más antiguo (“típico”),
con 12.649 pacientes, mostró que en el tratamiento de las psicosis los nuevos
no tienen más eficacia que los antiguos, y que la tolerabilidad depende de
la dosis del fármaco de comparación, de manera que, a las dosis
recomendadas, los nuevos neurolépticos no son mejor tolerados que los más
antiguos.
Una revisión sistemática más reciente, de 2009, de 150 ensayos clínicos
en 21.533 pacientes con esquizofrenia, concluyó que los nuevos neurolépticos no
se pueden considerar un grupo homogéneo de fármacos y no suponen un avance
terapéutico respecto a los clásicos. Las tasas de abandonos fueron similares con
viejos y nuevos fármacos, y fueron más debidas a falta de eficacia que a efectos
adversos. Los autores concluyeron que, aunque durante casi 25 años se han
diferenciado dos grupos
de neurolépticos, la distinción entre “clásicos” y “atípicos” es
eminentemente comercial e incorrecta, y no responde a criterios
clínicos.
¿Conviene proseguir el tratamiento neuroléptico una vez se ha superado
un brote psicótico? La mayoría de los libros de texto y guías de práctica
clínica recomienda continuar el tratamiento farmacológico de manera indefinida,
con el fin de evitar las recaídas. Esta recomendación se basa en los resultados
de ensayos clínicos de retirada. En estos estudios, pacientes que han estado
recibiendo y han tolerado un neuroléptico durante un tiempo son aleatorizados a
seguir el tratamiento, o bien a placebo (retirada). Los aleatorizados a retirada
pueden sufrir síntomas de abstinencia, como ansiedad y agitación, que pueden
ser confundidas con una recaída de la enfermedad. Este cuadro también se conoce
como síndrome de discontinuidad.
Se puede concluir que los datos disponibles sobre los neurolépticos
en el tratamiento de la psicosis aguda y crónica son muy débiles. Los
ensayos son comparativos con placebo. En ellos se evalúan variables de resultado
orientadas a la enfermedad (mejoría de los síntomas) antes que al paciente
(recaídas, preferencias, ingresos, mortalidad). Su corta duración impide conocer
bien su relación beneficio/riesgo más allá de dos o tres meses, de manera
que no se pueden evaluar la eficacia a largo plazo ni los efectos adversos de
aparición tardía, como la discinesia tardía o la diabetes. Además, en muchos
de los ensayos de comparación entre fármacos, el de referencia, generalmente
haloperidol, ha sido prescrito a dosis demasiado altas (12 mg al día o
más).
El uso continuado de neurolépticos incrementa la mortalidad, produce
atrofia cerebral y declive cognitivo e induce efectos extrapiramidales,
cardiovasculares, metabólicos y otros.
La exposición prolongada a neurolépticos produce atrofia cerebral y
afecta las funciones cognitivas de manera previsiblemente
irreversible.
Los neurolépticos pueden producir muerte súbita, por arritmia
ventricular, causada por el alargamiento del intervalo QT.
[...] los ensayos clínicos independientes de la industria han
mostrado que los nuevos neurolépticos no tienen ventajas sobre los
antiguos.
Y esta son las conclusiones del boletín:
Los fármacos neurolépticos (mal llamados antipsicóticos) inducen un
“estado de desactivación” física y mental que puede aliviar síntomas psicóticos,
pero no modifica la fisiopatología de la enfermedad mental.
Desde hace 20 años su consumo crece de manera continuada. En los años
noventa, cuando se comercializaron olanzapina y risperidona, se consumían 3 DHD.
Veinte años después, en 2015, en Cataluña los mayores de 70 consumieron 30 veces
más (90 DHD).
Los nuevos neurolépticos no son ni más eficaces ni menos tóxicos que
los más antiguos. La distinción entre los de primera y de segunda generación no
tiene base científica ni médica. Los nuevos son, eso sí, más caros, lo que
explica la fuerte presión comercial para prescribirlos.
En el tratamiento de la esquizofrenia y otras psicosis, los
neurolépticos pueden mejorar los síntomas “positivos”, pero tienen un efecto
nulo o desfavorable sobre los síntomas “negativos”. Las tasas de fracaso
terapéutico (por falta de eficacia o por efectos adversos que obligan a
suspender el tratamiento) son de 60 a 80% en 6 a 18 meses. La mayoría de los
ensayos clínicos han durado poco (no más de 12 semanas), han sido controlados
con placebo y han sido realizados en pacientes poco representativos de los de la
práctica clínica, en términos de edad y de comorbididad. Estas debilidades
impiden aclarar si hay verdaderas diferencias entre ellos (excepto la clozapina,
véase el texto).
La exposición continuada y duradera a neurolépticos produce atrofia
cerebral y disminución irreversible de la función cognitiva. La incidencia y la
gravedad de los efectos extrapiramidales y metabólicos aumentan con la duración
del tratamiento. A pesar de ello, las compañías fabricantes y numerosas guías de
práctica clínica recomiendan el tratamiento indefinido de los pacientes con un
brote psicótico. Esta recomendación está en contradicción con los resultados de
metanálisis de ensayos clínicos, que han mostrado que el tratamiento
intermitente da lugar a menos recaídas. Los neurolépticos producen dependencia;
esto obliga a suspender el tratamiento de manera progresiva, con el fin de
evitar los síntomas de abstinencia (“síndrome de
discontinuidad”).
Los neurolépticos afectan al sistema extrapiramidal, el metabolismo
de la glucosa, la regulación vascular y la función sexual, entre otros.
Incrementan la mortalidad (de 2-3% con placebo a 5-6%) por varias causas, sobre
todo neumonía, arritmia ventricular, ictus y fractura de fémur. En ensayos
clínicos de hasta 18 meses de duración, la incidencia de efectos adversos
moderados o graves fue de 67% (sobre todo sedación excesiva, efectos
anticolinérgicos, efectos extrapiramidales y disfunción sexual). En general los
que tienen más tendencia a producir efectos extrapiramidales tienden menos a
producir efectos metabólicos.
Hay que decir también que la bibliografía es completísima y que han
anunciado una segunda parte que abordará la cuestión del uso de estos fármacos
en indicaciones no contrastadas, así como algunos fármacos de comercialización
reciente, de administración parenteral y efecto prolongado.
El boletín completo lo tienen disponible aquí:
Insistimos en que es de lectura obligatorio para cualquier profesional que
quiera prescribir estos fármacos con la mejor información disponible
(información independiente, como debería ser siempre), para cualquier
profesional que trate con personas que toman estos fármacos y, por supuesto,
para dichas personas. Los pacientes, como sujetos con plenos derechos civiles,
deben tener la información necesaria, veraz y completa, por la cual decidir
tomar un fármaco, o no tomarlo. Y, evidentemente, cuando un médico prescribe un
fármaco, lo hace siempre considerando que los beneficios esperables superan a
los posibles riesgos. Por lo tanto, dicho médico debe ser capaz de explicar al
paciente dicha evaluación de riesgos y beneficos, por la cual cree recomendable
prescribir determinada sustancia, porque explicar eso es parte de su trabajo. Y
si, pese a dicha explicación, el paciente bien informado, decide no tomar el
fármaco indicado, la ley
de autonomía del paciente señala (en nuestra opinión de forma nítida) que
nadie le puede obligar a hacerlo. Por decirlo todo, salvo en casos muy concretos
de descompensación aguda que, con la legislación vigente, pueda ser subsidiraria
de un ingreso involuntario, como por desgracia a veces ocurre.
Y, en nuestra opinión, dado este caso de un paciente que quiera abandonar
el tratamiento, o parte del mismo, en contra de la opinión del profesional, debe
sin duda ser ayudado por este para minimizar en lo posible los riesgos de tal
decisión. Es decir, si se decide suspender el tratamiento, lo ideal es que se
haga siempre de forma paulatina y con supervisión médica, para disminuir en lo
posible el riesgo de recaídas. Sin tampoco perder de vista que, en muchos casos,
igual es preferible una recaída de la que al fin y al cabo se sale la inmensa
mayoría de las veces, frente a soportar molestos o potencialmente peligrosos
efectos secundarios. Y, por supuesto, tendrá que ser el paciente, salvo en los
muy concretos momentos de descompensación aguda, quien decida sobre tales
preferencias, mientras que nosotros como profesionales deberemos siempre
ayudarle en la decisión elegida, incluso aunque la consideremos errónea.
Porque al fin y al cabo, uno debe ser dueño de sus propias decisiones, más
o menos acertadas, y asumir la responsabilidad sobre las mismas, para bien o
para mal.
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